Desde el principio de los tiempos la oscuridad ha producido
al ser humano una sensación de desasosiego, de misterio, dónde los sonidos
crecen al albor de la imaginación, desvelando nuestros propios miedos y
anhelos. El mundo de la noche con sus curiosos habitantes se nos oculta al
temor de una realidad, a la que nos
negamos a abrir los ojos. Pero no es menos cierto, que al caer la noche, el
bosque se llena de nuevo de vida, y unos actores sustituyen en sus papeles a
otros dispuestos a representar una función ignota.
La oportunidad que nos da nuestro astro la Luna, cuando estas
tibias noches veraniegas, baña con su luz las florestas, es una ventana sin
igual para asomarnos al mundo de la noche y de sus moradores. La última hora
tras el ocaso viste de colores imposibles el horizonte, mientras poco a poco
comienzan a surgir los primeros luceros que tachonan el cielo.
La actividad de muchos animales comienza ahora su frenético
divagar, lejos de la mirada del ser humano. No todos los animales que tiene hábitos
nocturnos podríamos decir que lo son, muchos de ellos, habitúan a ser más
diurnos en lugares donde la presión humana es menor, pero aquí lo hacen bajo el
cobijo de la sombras, para protegerse de la ira de los hombres. Animales como
el lobo, en nuestra península, apenas si aúlla y su actividad es
mayoritariamente nocturna, mientras que en Alaska, son más ruidosos y sus
andanzas son muy a menudo diurnas.
Otros sin embargo, son especialistas de estas noches.
Llegados desde África pasan la noche cosechando insectos y mosquitos, algunos
tan extraños como los chotacabras, que
cantan sus romances con estrofas que jamás atribuiríamos a un pájaro y sí,
quizás, a un semáforo. Otros residentes, aprovechan igualmente estas veladas
perfectamente adaptados a la oscuridad, los murciélagos, captan a sus presas
por ultrasonidos que son capaces de percibir de mil y una maneras, dando lugar
a una diversidad de tamaños y formas asombrosas.
Si hay un señor de la noche ese es, el Gran Duque, el Búho
Real y sus lugartenientes: mochuelos, cárabos, lechuzas… que pueblan nuestros
bosques, caseríos y ciudades en busca de roedores e insectos. Su sigilosa
presencia pasa desapercibida, salvo por el monótono y repetitivo kiá del
autillo que sale de los sotos y parques.
Nocturnos cazadores tienen ahora la oportunidad de recorrer
sus pagos, la garduña o la gineta aprovechan el descuido de muchas aves que
dormitan ahora en ramas bajas, para encaramarse y dar buena cuenta de ellas o
de sus nidos, sin despreciar la oportunidad de algún ratón de campo o entrar
por la portezuela de un gallinero. Menos sigilosos es el guerrero del antifaz,
el tejón que se muestra ruidoso y confiado rebuscando entre la hojarasca sus
preciadas lombrices o saboreando con fruición los sabrosos frutos estivales, sabedor
del temor que su fiereza despierta sobre el resto de los habitantes del bosque.
Fiereza es un apelativo no siempre bien empleado con este
otro personaje, el jabalí, demonizado por generaciones de monteros y que
durante las largas noches, recorre los campos a trote cochinero, en busca de raíces,
tubérculos y pequeños mamíferos que echarse a su boca. La ausencia de grandes
depredadores, hacen que el control de su población en muchas regiones deba
hacerse de manera urgente, pues buscan alimento en granjas y cultivos, causando
graves daños a las comunidades.
Una miríada de insectos abandona durante estas horas su cobijo,
bajo la hojarasca y troncos caídos del bosque. La araña Lobo aprovecha la
oportunidad para salir de su madriguera y campear en busca de alimento. Otro
que se alimenta durante estas noches cálidas es nuestro escorpión ibérico, el alacrán,
pariente de nuestras arañas que pasa los soleados días veraniegos, al cobijo de
piedras y troncos.
Algunos oficios aprovechan el suave descenso de las
temperaturas para mantenerse activos, cuando un ejército de roedores: musarañas,
topillos, lirones, ratones… aprovechan para auscultar hasta el mínimo rincón
del campo. Esta es la víbora hocicuda, que espera pacientemente el paso de uno
de estos incautos para asaltarle con su mortal picadura que hará efecto pocos
segundos después. Pacientemente dislocara su mandíbula para ingerir su presa.
Con la tripa llena, pasará varios días a refugio, hasta que vuelva a tener
hambre.
Caminar bajo la Luna es un placer desconocido, que reporta múltiples
sorpresas. Sensaciones como recorrer los espaciosos pinares de la sierra
teñidos de plata, observar como las largas sombras azules tiñen de malva el
robledal o las estrellas palpitar en una bóveda inmensa, nos trasladan al
origen de los tiempos, en el que él ser humano, todavía estaba en comunión con
el lugar que le vio nacer.